Eran muchos, millones, tenían hambre y miedo, venían solos o acompañados, dejando familia, amigos, amores, lugares.

Los barcos atiborrados de hombres, mujeres y niños, atravesaban el océano rumbo a América, más precisamente a Argentina. Muchas veces no sabían nada del país en el que pensaban instalarse, otras, con suerte, algún amigo o pariente, había abierto el camino, y los esperaba para ubicarlos, hablarles su idioma o ayudarlos a no pensar en lo que dejaron.

Probablemente, cada uno de nosotros tiene un abuelo o bisabuelo que fue inmigrante. Que venía, con mayor o menor fortuna, a ser parte de un país que les ofrecía trabajo y bienestar, formar hogares lejos de la guerra y ser parte de una patria pujante, nueva, que casi, casi, estaba en gestación.

El puerto y su entorno era lo primero que veían al arribar a la ciudad de Buenos Aires, junto a un edificio muy blanco, que les daría albergue hasta que pudieran ubicarse. El Hotel de los Inmigrantes, fundado en 1911, estaba preparado especialmente para recibir a quienes, luego de un sacrificado y largo viaje, llegaban a Argentina.

Allí, se los recibía, aprendían algunos oficios que tenían que ver con el país, sobre todo lo relativo al campo, descansaban del viaje y encontraban la contención, orientación y cuidados para comenzar a sentirse en su hogar.

Hoy puede visitarse el edificio, se ha convertido en un interesante museo, que alberga aún archivos y fotos rescatadas en su puesta en valor. Los descendientes de aquellos inmigrantes pueden recorrer sus pasillos, escaleras, visitar el comedor que conserva intactas las mesas de mármol y ver réplicas de los catres en los que dormían y soñaban con ese futuro mejor.

Un día en el hotel era despertarse muy temprano, desayunar, junto a las mil personas que componían un turno, un café con leche o mate cocido y pan horneado en la panadería del hotel. Luego, salir, en el caso de los hombres, a buscar trabajo, o, en el caso de las mujeres, quedarse a cuidar los niños o aprender algún oficio, como costurera, por ejemplo.

El almuerzo era generalmente sopa, guiso, puchero, pastas, estofado o arroz. Todas las comidas se tomaban en el comedor, que contaba con grandes ventanales con vista a la ciudad y al puerto.

Los dormitorios permanecían cerrados durante el día, se abrían a partir de los 19 hs, una hora antes se había servido la cena. El objetivo del hotel, que contaba con más de 1000 empleados para ello, era que las personas inmigrantes pudieran “tomar fuerzas” para comenzar su nueva vida, consiguiendo trabajo e instalándose en la ciudad o en los campos del interior del país.

El Hotel de los Inmigrantes cuenta un secreto a voces, cuenta del sacrificio y los sueños, de la adversidad y el futuro, es, un testigo mudo de nuestra historia y el origen de nuestra idiosincrasia como argentinos.

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Visiting Argentina Manager
Red @TurismoArgentina

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