No se sabe si es una sirena, o una reina del mar, pero la historia de Dorothea, que con sus 106 años cada día va a nadar en Pinamar, es digna de conocerse.
De procedencia alemana, Dorothea Duisberg adora las playas de Pinamar, y no pierde temporada para acercarse al mar, instalarse en la playa y sumergirse en sus adoradas aguas. Es que, para Dorothea, el mar de Pinamar, cual fuente de la eterna juventud, es el que le da energía, tanto el sol, como el aire de la costa, como las aguas, son su lugar en el mundo.
Desde 1990 se instaló definitivamente en Pinamar, para tener más cerca esta playa, cada mañana su sombra se recorta en la arena y se mete al mar, renovando su energía y saliendo vigorizada, quizás también más fuerte. Es que, como ella misma dice: “Todos los días, todos los años, aunque llueva o haga frío, siempre al agua, no puedo vivir sin el mar”.
Su historia es casi de película, sobrevivió a las dos guerras mundiales y llegó a la Argentina en el año 1952, en esa época Pinamar era casi un desierto, donde los pinos comenzaban a crecer y los médanos ocupaban toda la superficie. Su ciudad natal, Bremen, se ubica cerca del Mar del Norte, por lo que el amor de Dorothea por el mar empezó desde pequeña, su mente se remonta a aquella época para contar acerca de esas costas tan lejanas.
Entre risas cuenta que, cada vez que nada en el mar, toma algunos tragos de sus aguas, según ella cura las enfermedades, y su edad parece dar fe de ello, pero el otro secreto, el más grande es que Dorothea no piensa en su edad, sólo en vivir tranquilamente.
Sus recuerdos de las dos guerras son claros, de la primera no recuerda mucho ya que era muy pequeña, sí tiene presente la tardanza de su papá para retornar de ella, teniendo la incertidumbre de saber si estaba vivo. En la segunda guerra, su memoria guarda momentos de angustia, como los de las noches que pasaba en los refugios, o la falta de comida, racionada o buscando raíces, pero sobreviviendo.
Es a fines de la segunda cuando conoce a su marido, Alfredo, que residía en Argentina desde 1931 pero que luego de la guerra había viajado a su país natal. En Argentina ella se dedicó a cuidar a sus hijos, Irene y Pedro y también a jugar al golf, pasión que también la acompañaba desde su infancia. Durante años vivieron en Buenos Aires, para trasladarse a Pinamar en los veranos, trabando amistad con Carlos Gesell, creador y forestador de este increíble lugar.
Su mente se remonta a los inicios de Pinamar, en los que era “todo playa y médanos”, en una época en las que los terrenos eran amplios y espaciosos, como su casa, que está ubicada a sólo 200 metros del mar, sobre un médano, desde allí, interpretando el viento, sabe si habrá olas en el agua. “El mar es mi vida, es mi hermano”, dice y en su mirada que se pierde en la inmensidad del mar, sabe que su sabiduría, también, seguramente, viene del mar.